miércoles, 15 de marzo de 2017

UNA FAMILIAR CURIOSIDAD

Autor: Carlos A. Schwartz (Tenerife, 1942)


VOLANDO VOY A LA PALMA (Y REGRESO A TENERIFE)
Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA.
Un avión entre dos islas al ritmo de chachachá. Recuerdos de La Habana entre el humo de un habano. Hollywood a los pies del Teide. Los zapatos de Manolo Blahnik. Guión de un viaje al archipiélago canario.

Para llegar a La Palma tuve primero que volar a Tenerife y en la terminal del norte coger el avión que va a La Palma como quien va a Casablanca (la película), y es una nave de hélice y dos motores que hace el recorrido en menos de media hora. La Palma queda en el océano Atlántico y es en su realidad geográfica una isla volcánica. Es casi como cantar el chachachá iniciático Viajar a la Yunai (léase la isla de Manhattan).

El primer chachachá, una especie de danzón que enseguida se hizo moda y música, no fue como dice Cuba y sus sones, escrito por el difunto compositor serio Natalio Galán; no fue como se cree La engañadora, que entonaba todo el mundo en los años cincuenta. Esa primicia le corresponde a Silver Star, donde se canta: 'El Silver tiene lo que más yo quiero. / Tiene una luz que alumbra mi sendero'. (Esto es una digresión). Silver Star es el nombre de un tren, de una máquina del espacio que recorre en el tiempo el sur de Estados Unidos, como el Twentieth Century es el tren que une a Nueva York -o mejor, a Chicago- con Los Ángeles, es decir, con Hollywood, que se identifica con un enorme letrero que el cine hace redundante y obligado. Silver Star es un tren y un largo apéndice de vagones.

El avión que une a Tenerife con La Palma es contemporáneo con el Silver y vuela enquistado en aluminio que parece plata ('¡Mira ese pájaro de acero!', dijo una vez una voz amiga) y viaja en dirección Sur-Suroeste para llegar a La Palma, una isla de lava con una leve ciudad atlántica. Es un avión largo y estrecho y en su interior de doble fila de asientos y un pasillo que es un pasadizo exiguo, se parece mucho a la cabina de pasajeros del Concorde: he volado en ambos, pero en el avión a La Palma las azafatas, como dijo Jorge el piloto, son zafios zafiros que ordenan abrocharse el cinturón y hay que obedecerlas. 'Los actores son ganado', declaró Alfred Hitchcock -aunque debió decir pasajeros en vez de actores-. Pero Orson Welles tuvo la primera y última palabra: 'En un avión no hay más que dos sentimientos posibles: el aburrimiento o el pánico'. Antes de que cundiera el pánico ya yo estaba aburrido.

A La Palma no hay que confundirla con Las Palmas, capital de otra isla del archipiélago canario. Fue Plinio el Viejo (o tal vez fuera el Joven: no los puedo distinguir desde aquí) quien explicó el nombre de las islas Canarias, 'porque había muchos canes'. Los canarios vinieron después, pero todavía no cantaban en jaula. Desde el aire, La Palma parece un arrecife prominente a punto de ser eminente, para luego revelarse como una ciudad que debe al mar su fundación. La ciudad capital de la isla parece haber sido colonizada, Colón de vuelta, por cubanos.

Aquí aparecen y reaparecen cubanos canarios, los que han ido a Cuba y han vuelto para vivir el resto de sus vidas. He encontrado tabaqueros locuaces que hablaban de La Habana como una ciudad vecina. Encontré, además, veteranos fumadores. Uno de ellos incluso había vivido en el pueblo en que nació Míriam Gómez, en la sierra del Escambray, que tiene un nombre exótico aun entre los nombres aborígenes de Cuba. Se llama Taguasco. Este fumador, al que se puede llamar empedernido, vino a la charla que di una de las noches palmeras. Había conocido a parientes y amigos de la familia de Míriam Gómez y recordaba, casi por orden analfabético, los nombres y apellidos de Taguasco. Pero esto, que era un alarde de memoria, no era nada comparado con su habilidad de fumador cuidadoso. Como no podía fumar durante mi conferencia, dejó su tabaco (el hombre se había vuelto tan cubano que no decía puro) a la puerta. Cuando terminó mi acto, que incluía preguntas y respuestas, bajó las escaleras con nosotros todavía hablando de parientes. De pronto se hizo a un lado, metió la mano por entre las bases del portón y sacó un puro que procedió a fumar sin tener que encenderlo. El palmero todavía tiraba.

En La Palma encontré mujeres felices. La mayor parte habían venido a mi charla, mientras los hombres se habían quedado en casa o estaban en un bar vecino para presenciar no sé qué partido de soccer decisivo para los fanáticos. Como ven, éste no es precisamente mi deporte favorito. Es un juego inglés, football, con los nombres de las jugadas derivadas de la nomenclatura inglesa, jugado por mercenarios extranjeros. En las Islas no hay corridas de toros (hay una plaza desaforada por el tiempo y el desuso), pero hay, ¡ay!, fanáticos del fútbol dondequiera. Nos retiramos a uno de los paradores más tranquilos de España: allí donde no llegaba el rumor de las patadas.

Al otro día se suponía, de acuerdo con el programa, que visitaría el observatorio de Los Muchachos, una de las instalaciones más avanzadas de la astronomía mundial. También podía ir a una fábrica de puros, una tabaquería, que resultó fascinante. Las instalaciones recordaban a una de las fábricas habaneras y en sus pasillos me vi flanqueado por toda clase de fumas por fumar: había hasta puros torcidos en Cuba. No tengo que decir dónde decidí quedarme. Reaccionario que soy, no me encontrarían en el observatorio refulgente, sino entre los sombríos pasadizos decorados con cajas de puros, y los habanos se podían ver y oler entre los palmeros. En la fábrica estuvo esperándome el viejo Vargas, el dueño de la fábrica: de pie, delante de su escritorio y con un purito sin encender entre los labios. Su hijo, el actual gerente de la fábrica, se refería al anciano como papá, y me recordó al viejo Sosa, desplazado de su plantación en el Escambray, ahora en su exilio de Miami, con cerca de noventa años, que todavía llamaba papá al difunto dueño de la plantación que había heredado. Pero el actual tabaquero (no hay otra manera de decirlo) fue el guía de este paraíso y se explayó entre las diferentes clases y especies de puros, y me colmó con cajas de puros y hasta con un humidor hecho de maderas preciosas. ¿Habría ganado más felicidad tratando de descubrir un planeta entre las castas estrellas?

El regreso a Tenerife era un regreso doble. Aquí había estado por primera vez hace ¡dieciocho años, Dios mío! Me reuní con viejos amigos para almorzar. Entre ellos estaba Carlos Schwartz, que había descubierto en mi apartamento de Londres una ventana llamada pineal. Carlos, además de ser excesivamente alto y nada alemán (es un canario puro), es arquitecto. Pero es también un fotógrafo extraordinario, que ha hecho álbumes con fotos de las islas, descubriendo Canarias como si retratara a Hawai o las Galápagos, aunque dedicado más a la geografía que a la historia humana. Además, no sólo había descubierto mi ventana pineal y la excesiva arquitectura victoriana que rodea mi edificio. En la visita anterior había incluso fotografiado al barbero canario que cortó mi melena. Sin ser una versión masculina de Dalila, porque yo no soy precisamente Sansón, siempre llamado en Cuba Sansón Melena. Con Carlos estaba su mujer, Lola, una de esas mujeres canarias que no envejecen, y casi veinte años después seguía tan bella como vehemente. La Lola, como la llamamos, es, como dicen los ingleses, un alivio para los ojos cansados -de mirar, de ver-.

Si La Palma, célebre en Londres por ser la patria elegida por Manolo Blahnik, su hijo más ilustre, que cuando habla de ella siempre dice 'mi isla', fue un descubrimiento, es una lástima que no la escogiera Cristóbal Colón (lo hizo con la Gomera) como el puerto para lanzarse al interminable océano: una suerte de Última Tule, y de allí vislumbrar el abismo desconocido que era el Atlántico.

Pero ahora regresaba a otro Tenerife. Como entonces tenía de anfitrión, como colaborador más bien, al valioso y demasiado modesto Luis Alemany, que permitió que yo titulara mi charla anterior Del gofio al golfo, y que esta vez quiso hablar siempre de mis libros y no de los suyos. Después de la cena, hacia la medianoche, nos reunimos en la barra del hotel Mencey y agradecí que fuera más un bar que un pub, porque detesto los pubs. Ahora, que ya no soy su huésped, puedo hablar del hotel. El Mencey es uno de los grandes hoteles de España, de Europa. Es amplio sin ser enorme y sus innúmeros pasillos son un laberinto amable: un dédalo delicioso. Sin ser Teseo, pero llevándome de la mano mi Ariadna más de nexo que de Naxos, recorrimos sus galerías, atravesamos sus diversos lobbies y dormimos el sueño del viajero que sabe que ha llegado a una de sus estaciones elegidas.

Pero más que el hotel me asombró Tenerife. La que dejé detrás casi veinte años atrás era una ciudad de provincias, más remota que próxima, acogedora como suelen serlo las ciudades que visitamos sólo una vez. Ahora Tenerife era toda una capital de un archipiélago; sus amplias avenidas flanqueadas por arboledas que no recordaba; sus paseos múltiples, sus calles bulliciosas me harían reconocer a otra ciudad del pasado que se presenta como un posible futuro: Los Ángeles y sus suburbios dramáticos.

Rodeada por colinas innúmeras (no recuerdo haber visto en esta ocasión el Teide nevado), toda la ciudad era como una visión de un futuro que estaba pasando frente a mis ojos. Los edificios modernos (y hasta el posmoderno auditorio aún sin terminar, pero que ya amenazaba con ser la estructura que era una concha y ella misma su perla para rivalizar con el Museo Guggenheim de Bilbao) no eran rascacielos agresivos, sino falansterios a la medida humana y toda la ciudad era un modelo que se arma. No faltaba más para completar la ilusión angelina, que en una de las laderas -tal vez el Teide- se erigiera un letrero monumental que dijera Tenerife.

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